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Uno de los principales esfuerzos del Tribunal estuvo dirigido a reforzar la moral de los religiosos, especialmente de los confesores, lo que se acentuó a partir del Concilio de Trento.
"Bajo la expresión solicitantes en confesión o, más propiamente, solicitatio ad turpia se incluyen las palabras, actos o gestos que, por parte del confesor, tienen como finalidad la provocación, incitación o seducción del penitente, con la condición de que dichas acciones se realicen durante la confesión, inmediatamente antes o después de ella, o bien, cuando finge estar confesando aunque de hecho no sea así. Es decir, podemos considerar solicitación toda incitación sexual que el confesor ha hecho al fiel y tiene alguna relación espacio-temporal con el sacramento de la penitencia. La solicitación apareció como delito punible por el Tribunal del Santo Oficio en la segunda mitad del siglo XVI y continuó como tal hasta la extinción de la Inquisición a principios del siglo XIX (1)".
Es importante indicar que la aproximación del hombre a la mujer, en la época que nos ocupa, era sumamente restringida y requería normalmente de una serie de actos previos de los que estaba exceptuada la confesión. En tal sentido, tanto la privacidad como la ausencia de los referidos actos hacía presumir, por un lado, la facilidad para la insinuación por parte del confesor como la posibilidad de la existencia de alguna calumnia por la confesada. A esto se añadía que, en el acto mismo de confesión, las mujeres debían revelar sus faltas, aun las más íntimas, lo cual podía ser aprovechado por algún confesor para obtener sus favores.
"Este delito, más que ningún otro, se prestaba a la calumnia, porque solía cometerse en forma oculta y sin testigos; y era necesario tomar precauciones para no proceder ligeramente contra el denunciado. La Inquisición siempre recibía con reservas estas declaraciones, la mayoría de las cuales naturalmente, provenían de mujeres; muchas veces abusaban de los edictos de fe para perseguir al sacerdote por pasión, rencor y venganza, o eran inducidas por otras personas que querían desacreditar al religioso; muchas declaraban que lo hacían por obedecer a su confesor, pero la experiencia demostraba que no siempre decían la verdad.
En 1573 se ordenaba no proceder contra los confesores testificados sin asegurarse que las delatoras eran mujeres honestas, dignas de crédito y de buena fama; y que las investigaciones se hiciesen verbalmente, sin información sumaria escrita. La Instrucción de 1577 insiste en las averiguaciones sobre la calidad de los denunciantes, especialmente si eran «mujeres deshonestas o apasionadas»; y exige al menos, «dos testigos fidedignos», para poder decretar la prisión del presunto solicitante; de tal manera «que cada uno de ellos concluya delito de haber solicitado a sus penitentes en el acto de la confesión o próximamente a él, antes o después»" (2).
La sanción que el Tribunal aplicaba a los solicitantes era enérgica e incluía la lectura de su sentencia en la sala de audiencias, ante los prelados de las órdenes, sus compañeros confesores y los párrocos del lugar. En cuanto a las penas en sí, los solicitantes debían abjurar de levi, ser privados de confesar a las mujeres perpetuamente y a los varones durante un período establecido; asimismo, eran suspendidos de predicar y administrar los sacramentos; y se les sentenciaba a prisión, destierro, penas pecuniarias, disciplinas, ayunos, oraciones, etc.
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