Page 162 - Vida y Obra de José Baquijano y Carrillo - Vol-1
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Volumen 1
Reflexiones por Juan Baltasar Maciel sobre el «Elogio» de Baquíjano
De suerte que, como todo lo que es vicioso en sí mismo, cual es lo prohibido
por el derecho natural y divino positivo, pertenece a los primeros conocimien-
tos, cuando yo renuncié a mi juicio, no los comprendí en esta renuncia, por no
ser verdaderos juicios. No así de aquellas cosas que por sí son buenas o malas,
según las circunstancias en que se consideran, porque como esta diferencia no
se puede hacer sino por medio del examen y después de muchos razonamien-
tos, semejantes conocimientos participan de la razón de verdaderos juicios; y
yo puedo no solamente, respecto de ellos, someter mi juicio al de algún otro,
sino que, en la renuncia que hubiere hecho de ése, se comprenden como tales
dichos conocimientos .
[100] Por esta razón, cuando el soberano me mandara alguna cosa
mala y viciosa de esta naturaleza, yo debía obedecerla, pues no puedo rehusar-
le la obediencia sino juzgando de su mandato, y no debo juzgar de él después
que he renunciado a mi propio juicio y sometido mi entendimiento al suyo
público. Yo soy, pues, obligado a obedecerle y puedo hacerlo sin escrúpulo
alguno, pues que el mal que contiene su mandato, sólo puede estar de parte
del que manda, y no de parte de quien obedece. Mi obediencia, lejos de ser
pecaminosa, es al contrario laudable y meritoria, porque una acción sólo es
viciosa cuando el que la hace la cree o debe creer que es viciosa. Yo no debo te-
ner por tal lo que es orden de mi soberano, cuando no me es permitido juzgar
de su resolución. Y para decirlo de una vez, no debo yo obrar como hombre
que juzga, sino como súbdito que no examina ni debe examinar y que, por
consiguiente, no duda ni debe dudar de la justicia de lo que hace. Todos estos
principios son inconcusos, según la más sólida y verdadera teología, capaz por
sí de arruinar las más de las indicadas objeciones.
[101] A la verdad, la autoridad de nuestro soberano para imponernos
aquellos derechos, es incontestable, según se demostró por el primer princi-
pio, y no lo es menos la necesidad de nuestra obediencia a las órdenes relativas
a su ejecución, como lo manifiestan el segundo y tercer principio, cuyas cons-
tancias máximas nos cohíben cualquier duda que se suscite sobre su justicia y
nos obligan a que, renunciando a nuestro privado juicio, demos al público de
nuestro soberano aquella preferencia que fije el dictamen práctico y directivo
de nuestra conciencia. Y ¿qué se puede oponer contra esto que no sea una qui-
mera o ilusión, propia del espíritu del libertinaje que tanto abunda en nuestro
siglo, e incapaz por su naturaleza de conmover los sólidos fundamentos que
afianzan la debida sumisión y obediencia?
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