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Nueva Colección Documental de la Independencia del Perú
La rebelión de Túpac Amaru II
los inmundos alimentos, por el mal aire que respirábamos, y mas que todo,
por las impresiones peores de que éramos afectados todos los momentos.
Cinco meses estuvimos en los calabozos de Lima. A nuestra salida al
muelle del Callao se renovó la escena de la plaza del Cuzco; las diferentes
circunstancias les suministraron a nuestros tiranos nuevos medios de aplicar
sobre nosotros la profesión de atormentarnos; yendo con grillos, la transposi-
ción al bote era impracticable por nosotros mismos, y lo exigían a bayoneta-
zos; un joven espectador que se movió de nuestro embarazo me extendió su
mano y por su socorro pude preservarme de la repercusión de las bayonetas
que llovían sobre mí.
Mi familia y yo fuimos puestos en la fragata Peruana; mis demás com-
pañeros en el navío San Pedro. El capitán comandante de la Peruana Don José
Córdoba, era de un carácter singularmente feroz; tenía todas las preocupacio-
nes de su nación (era español): superticioso, sin moral, inhumano, codicioso,
en quien el defecto de ejercicio de las dulces afecciones que se desenvuelven
en el comercio de la sociedad, y el régimen duro del mar le habían dado el
temple de acritud más insufrible que puede conocerse; bajo de la autoridad
absoluta y caprichosa de tal hombre ¿que debíamos aguardar? Todas nuestras
necesidades dependían de él, y la noticia del delito que se nos imputaba le
había inspirado un sentimiento de venganza, que desplegó en todo tiempo de
nuestra conducción.
Fuimos puestos todos en la corriente, encadenados unos con los otros,
sin más comodidad que un poncho viejo y una piel de oveja; nuestro ordi-
nario alimento era tan escaso que siempre nos hallábamos hambrientos y en
estado de tomar los huesos que echaban hacia nosotros a la hora de comer,
aun cuando oíamos que lo hacían por desprecio y comparación a los perros;
pero tal era nuestra situación que mirábamos como una comodidad el poder
aún así gustar de este alimento. En las enfermedades consiguientes al estado
de nuestra debilidad, a la insalubridad del aire que respirábamos, a la serie no
interrumpida de impresiones irritantes que sufríamos, el trato era análogo; un
abandono total que obrando sobre nuestro ánimo las aumentaba; el médico,
el capellán, y el comandante jamás nos dieron el mínimo socorro correspon-
diente a sus respectivos deberes; la mitad de mis compañeros pereció de es-
corbuto hasta el Janeiro, y dos de mis costados murieron una noche sobre mí
mismo, donde permanecieron hasta el siguiente día; todos fueron víctimas
del abandono tan admirable como inhumano; hasta lo que nuestro fraternal
interés, que mi ternura y circunstancias me inspiraban; la privación de este úl-
timo consuelo violentó mi naturaleza a tal punto, que apetecí la muerte con la
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