Page 733 - La Rebelión de Tupac Amaru Vol 1
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Nueva Colección Documental de la Independencia del Perú
             La rebelión de Túpac Amaru II
                    Un año luchamos para nutrirnos miserablemente y llenos de zozobras,
            contra los obstáculos que oponían a nuestra industria las preocupaciones y
            una especie de guerra del poder. Los rumores de la opinión, el desprendimien-
            to de nuestros mejores amigos, un desprecio casi general, y la proscripción
            que nos hacían sufrir, unos por temor y otros por odio, nos dejaron ver una
            desgracia próxima, a pesar de la plabra de Carlos III, que nos había prometido
            toda seguridad.
                    Nos convencimos bien costosamente de que los tiranos no tenían pa-
            labra, y que bajo de los que estábamos pertenecían a los que bajo de esta mis-
            ma garantía sacrificaron a nuestros últimos Incas.
                    El Corregidor de Urcos había sido destinado para ponernos en una
            nueva carrera de crueles sufrimientos por nuestra parte, de crímenes horribles
            de la de los españoles, y de humillación para nuestra especie que la han mos-
            trado capaz de cometerlos. Se presenta un día con su gente bajo la forma de la
            amistad, y cuando más descansaba en el círculo de mi familia, un primo mío,
            naturalmente obsequioso, se convida a preparar la comida necesaria para él
            y su gente; el pérfido corregidor le estorba porque le dice la tenía dispuesta a
            poca distancia, donde lo convida a acompañarlo; lo lleva consigo y rodeándo-
            lo astutamente de su gente lo prende y hace caminar escoltado. Llegados a un
            Santuario mostró el corregidor como buen español el deseo de hacer cómplice
            a la divinidad de cuanto acababa de cometer; entremos, le dice a mi primo, y
            pidamos a la Virgen nos dé acierto en todo; y el primer fruto de esta oración
            fué hallarse mi primo a la salida de la capilla con una muy mala mula, en lugar
            de la que había dejado ricamente adornada.
                    También yo fuí preso, y llegamos todos al Cuzco con los agüeros más
            siniestros; nuestros aprensares nos llenaron, al conducirnos, de todo géne-
            ro de injurias y desprecios; tomaron cuanto había en nuestras casas caballos,
            mulas y plata se repartieron como de un despojo. ¿Qué debíamos aguardar?
            Nuestras personas y familias fueron puestas en calabozos expresamente pre-
            parados al efecto. Mi primo Diego Cristóbal sufrió la muerte, y su cabeza y
            miembros se pusieron en espectáculo a las entradas de la ciudad. Su madre, su
            mujer, sus hermanas, y cuñadas con otros muchos sufrieron la misma suerte.
            Por una causa admirable que jamás podré explicar, no fuí envuelto en esta
            carnicería, aun cuando la animosidad, con una mano sacrílega, puso el fuego
            a mi casa y sembró de sal sus escombros: el cura de Pomacachi fué el ejecutor
            de esta obra y así le imprimió un carácter religioso como el padre Valverde,
            con la biblia en la mano, santificó el primer asalto a la vida del último Inca y la
            numerosa matanza de indios que acompañó aquella escena.


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