Page 735 - La Rebelión de Tupac Amaru Vol 1
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Nueva Colección Documental de la Independencia del Perú
La rebelión de Túpac Amaru II
Salimos más de 60 desgraciados, entre quienes iban niños desde 3 a 8
años; todos llevábamos cadenas. Nuestras lágrimas y sollozos, nuestro traje
andrajoso, nuestros semblantes casi cadavéricos por el hambre y sed en que
nos habían mantenido, y en que nos hallábamos en ese mismo instante, lejos
de mover la compasion, arrancaba por todos partes las palabras de «pícaros,
traidores, que la paguen». Así caminamos alrededor de la plaza, donde se os-
tentó nuestra degradación, nuestras cadenas, y los presagios de nuestra ruina,
como la obra particular del genio español y se provocó a un pueblo envilecido
a hacer alarde de inhumanidad y bajeza.
El humano comedimiento entre 6,000 almas de un solo indio es digno
de referirse: las circunstancias en que lo ejerció y su singularidad dejan ver
cuanto tuvo que luchar con los temores de su persecución, y los miramientos
de la opinón para ceder el triunfo a la expansión de un sentimiento que los
tiranos no pudieron sofocar.
Este hombre recomendable se me acercó al dar vuelta la plaza, con
todo el encarecimiento de la amistad y compasión de que estaba poseído, y
me presentó un caballo, que me dijo, no estar preparado por la crueldad de
mis enemigos, sino por su tierna adhesión e interés, y ciertamente que este
servicio me libró de padecimientos de que mis compañeros no pudieron pre-
servarse: tuvieron que emprender una lucha con los caballos; sus cadenas pe-
sadas, su poca destreza para el caballo, los gritos y risas opresoras que sonaban
por todas partes, les causaba embarazos tan insuperables como funestos: cada
caída de cualquiera de ellos no solamente era seguida de las contusiones del
fierro de los grillos y cadenas con que estaban afligidos, sino también de la ra-
biosa increpación de los soldados que la acompañaban cruelmente de golpes
de culata y bayoneta: no era exento de este tratamiento un tío mío de 125 años,
Don Bartolomé Túpac Amaru; y en todo nuestro viaje hasta Lima, en que pa-
samos por muchos pueblos, siempre hospedados en las cárceles y calabozos, y
por hombres cuya profesión parecía ser afligir la humanidad, no recuerdo ha-
yamos recibido ninguno demostración de interés, siendo nuestras entradas en
los pueblos siempre estrepitosas y capaces de mover cualquiera alma a quien
no hubiese hecho degenerar el influjo del despotismo.
En un lugar, alguno nos mandó aguardiente, que nuestro comandante
conductor nos impidió tomar, y para este solo rasgo de compasión puedo ase-
gurar que en cada pueblo sufrimos un suplicio, fuera de la conducta particular
de nuestros conductores que se disputaban el ejercicio de la crueldad; ellos
nos dejaban dos y tres días sin comer y beber; nuestras peticiones más urgen-
tes eran contestadas con golpes o con insultos, y llegó a tal punto su insensi-
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