Page 37 - Padres de la Patria
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suerte  de  la  América.  ¡Dios  eterno!  ¿Por  quién  decidirás  la  victoria?  Que  la
                  sangre de tu Hijo contenga el derramamiento de la nuestra...

                  Ya  se  oye  el  clamor  de  los  soldados  y  el  tremendo  sonido  de  las  trompetas
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                  marciales ... ya  principia el combate... la muerte domina en ambos campos y
                  caen  los  primeros  y  los  últimos,  lamentándose  por  no  acompañar  a  sus
                  hermanos hasta la decisión de la batalla. El fuego, fierro y plomo exterminan las
                  alas  de  una  y  otra  falange.  ¡Viva  la  libertad!  ¡Viva  la  España!,  son  los  únicos
                  ecos que se escuchan, mezclados con los últimos suspiros de los que exhalan el
                  espíritu. Ya vacila la suerte de la patria; ya la de sus tiranos. ¡Qué alternativa! Un
                  siglo, un siglo ha corrido en las cuatro horas de combate... ¿Quién descontará
                  estos  instantes  de  la  sucesión  del  tiempo?  ¡Hasta  cuándo!  Pero  americanos,
                  respirad, consolaos, vivid, coronad a vuestros campeones, la victoria es nuestra:
                  ya  el  Miliades  de  la  nueva  Atenas  al  frente  de  sus  jefes,  exhortando  con  su
                  ejemplo a los soldados e impertérrito en los riesgos ha establecido la libertad de
                  esta América y ha humillado la fiereza de los persas.

                  ¡Viva la libertad y el héroe por quien tiene vida!

                  Chile  erigió  el monumento augusto de  su  libertad  sobre  los  cadáveres  de  sus
                  hijos y de sus opresores; pero el Bajo Perú gime condenado a la arbitrariedad de
                  los virreyes, que sintiendo el vaivén frecuente de su trono y el golpe mortal de su
                  poder en la derrota de Osorio, ya pasan del dolor al delirio y no hallan fijeza ni en
                  sus  obras  ni  en  sus  pensamientos.  Contribuciones,  cupos,  juntas  de  arbitrios,
                  empréstitos voluntarios, alivios del momento, todo conducía a su pronta muerte
                  la  dominación  de  España.  Roma  no  quiere  a  los  Tarquinos,  por  más  que  se
                  esfuercen a ocupar el solio, de que han sido arrojados. Ya sienten su nulidad y
                  se  enfurecen,  ya  tientan  medios  y  encuentran  desengaños  y  a  manera  del
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                  enfermo que no puede sobrellevar  ni los males ni los remedios , ven próximo
                  su fin y se alucinan con la esperanza de la vida. Más como viento levísimo se les
                  huye  esta  ilusión  al  divisarse  las  velas  de  las  naves  de  Fingal,  tan  claras  a
                  nosotros  como  el  albor  del  oriente  y  tan  suspiradas  como  la  luz  pura  de  los
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                  cielos, a cuyo esplendor fugó la triste y larga noche de nuestro cautiverio . Ya el
                  caudillo de la libertad toca en el puerto de Pisco, tremola el airoso estandarte de
                  la patria y proclama su independencia en el mismo momento en que felizmente
                  pisa  nuestras  costas. El sólo  nombre  de  V.  E.  augura  la  caída  del imperio de
                  nuestros  antiguos  reyes:  sus  representantes  atónitos  y  sin  aliento  se  abaten
                  perdiendo los últimos restos de esperanza, con que se prometían prolongar su
                  dominio  aborrecido.  Las  tropas  de  la  patria  se  dejan  sólo  ver  y  se  abren  los
                  pueblo al ilustre capitán, que ceñido de laureles en San Lorenzo, Chacabuco y
                  Maipú,  después  de  haberlos  segado  en  la  Europa,  aún  cree  no  haber  hecho
                  nada por la patria porque aún le resta que hacer y abandona el reposo por la
                  fatiga para quebrar las prisiones en que yace el Perú, que clama por la libertad,
                  envidiando  la  suerte  de  los  pueblos  que  ya  la  disfrutan  por  su  brazo.  ¿Qué
                  mucho  se  abran  los  pueblos  al  hijo  de  la  victoria,  que  se  negó  a  las  justas


                  30   Ire  caeperint  precipites,  donec  ad  haec  témpora,  quibus  nec  vitia  nostra,  ne  remedia  pati
                  póssumus perventum est ( Tit. Liv. In procem, Lib. I).
                  31   Ire  caeperint  precipites,  donec  ad  haec  témpora,  quibus  nec  vitia  nostra,  ne  remedia  pati
                  póssumus perventum est ( Tit. Liv. In proem., lib. I).
                  32  Osian en su poema de Fingal, cant., 2.

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