Page 30 - Padres de la Patria
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aptitudes para realizar al Proteo de la fábula, supo encadenar la feroz anarquía y
                  alucinando  al  pueblo  con  prestarse  a  sus  voces,  a  los  sabios  con  su  política
                  versátil y a los ejércitos con sus victorias, cubierto con los títulos de ciudadano,
                  general,  cónsul  y  emperador,  después  de  dominar  con  vara  despótica  a  la
                  Francia, derroca a los reyes de la Europa, dando en encomienda los tronos a
                  sus  hechuras,  y  aspira  a  la  monarquía  universal  con  la  investidura  de
                  regenerador  de  los  pueblos.  ¿Cómo  podía  en  ese  tan  vasto  plan  no  entrar  la
                  triste  España  por  vecina,  por  poderosa  y  por  nula?  Aquella  gran  monarquía,
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                  señora de casi todo el nuevo mundo y esclava del antiguo , con caudal para ser
                  la  primera  y  que  por  su  desgreño  era  la  última  en  el  sistema  político:  que
                  satisfecha  con  las  glorias  del  siglo  decimosexto  reposaba  con  ese  capital,  ya
                  perdido, gravitaba sobre si misma, durmiendo el sueño de la muerte y airándose
                  con  los  hijos  que  se  esforzaban  a  despertarla  de  su  letargo.  Después  de  los
                  cruentos  timbres  con  que  la  engrandecieron  los  Reyes  Católicos  y  sus
                  inmediatos sucesores Carlos V y Felipe II, a quienes dudará la historia colocar
                  entre  los  grandes  hombres,  aun  cuando  les  de  lugar  entre  los  grandes  reyes,
                  yacía entregada al arbitrio ministerial y los nombres de sus monarcas aparecían
                  sólo en los anales para fijar las épocas de los sucesos. Pasiones más o menos
                  ominosas a los pueblos de las reinas o privados han conducido el gran carro de
                  la Iberia desde Felipe III hasta Carlos IV, célebre únicamente por sus desgracias.
                  Una  potencia  sin  ejército,  sin  marina,  sin  capitanes,  sin  sabios,  sin  espíritu
                  público,  sin  ilustración  y  ¡qué    dolor!  sin  costumbres,  invadida  por  la  primera
                  nación  del  globo,  que  en  el  fermento  de  las  grandes  convulsiones  había
                  abortado grandes hombres en vicios y virtudes,  ¡qué suerte debía esperar en la
                  contienda más desigual que pocas veces han visto los siglos! Más se engañaron
                  los  que  creyeron  doblase  la  cerviz  a  presencia  de  las  armas  del  apellidado
                  omnipotente.  El  grito  de  la  libertad  nacional  y  el  fuego  que  esta  encantadora
                  palabra comunica a los hombres aún abatidos por sistema y costumbre, suplió
                  por ejércitos, luces y recursos. Al ver a su rey encadenado y colocado en el trono
                  un  teniente  del  opresor,  juraron  sacrificar  las  vidas  los  mismos  que  sufrían
                  tranquilos  el  yugo  no  de  los  monarcas  sino  de  sus    estúpidos  ministros.
                  Confesemos  aún  sobre  independientes  la  gloria  nacional y  hagamos  justicia  a
                  nuestra ingrata madre.

                  Pero  ¡qué  contradicción  de  conducta!  Cuando  en  la  pública  catástrofe  que
                  amenazaba a la Península, todo el nuevo mundo no se acordó de sus intereses,
                  atendiendo sólo a auxiliar a la madre oprimida con sus riquezas, sus sabios y
                  con  todo  género  de  sacrificios;  cuando  los  hijos  del  Plata  y  del  Rímac  a  las
                  márgenes del Betis y del Ebro combatían denodados por la independencia de la
                  España; cuando V. E. recibía los elogios públicos por su valor, talentos y luces
                  militares  en  los  campos  de  honor  y  de  la  gloria  por  los  primeros  capitanes,
                  publicándose en sus partes las alabanzas que naturalmente tributa al mérito la
                  justicia;  cuando  vacilante  el  trono  de  los  Alfonsos  y  Ramiros  sólo  podía
                  sostenerse por los socorros generosos de los que morábamos  en los países del
                  Inca y Moctezuma, amando por fe a los que se decían nuestros dueños; cuando
                  la  gratitud,  la política  y  el propio  interés exigían  se  acallasen  las quejas  de  la
                  América  y  se  oyese  el  justo  clamor  de  sus  representantes  desairados,  y  sólo
                  llamados  por  ceremonia:  entonces  ¡Oh  necedad!  ¡Oh  delirio!  Entonces  las

                  17  M. de  Pradt  en su obra intitulada  Las tres edades de las colonias, o  de su estado pasado,
                  presente y futuro.

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