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Nueva Colección Documental de la Independencia del Perú
             Vida y obra de Toribio Rodríguez de Mendoza
            tierra creería ofendida su dignidad, si presentándose públicamente á sus vasa-
            llos para distribuir en ellos sus gracias, oír sus peticiones, y hacerles justicia,
            se encaminarán todos con sus memoriales, ruegos y súplicas á su favorito.
                    Una sola razón puede alegarse para abonar este rito; y es que nuestras
            oraciones al Salvador tendrán mas valor y efecto, si son acompañadas de las
            de su santísima madre. Pero esta razón, dice Muratori, porque prueba mu-
            cho, nada prueba en el caso presente. Pues resultaría que nunca convendría
            suplicar á Jesucristo sin invocar la intercesión de María santísima, lo que es
            falso. Los fieles que se acercan á la sagrada mesa, santamente hacen y tienen
            sus coloquios con Jesucristo, y á medida de su devocion y fervor logran frutos
            de bendición y de vida eterna. Cuidó nuestro benigno y amoroso maestro de
            instruirnos en el modo de ocurrir á su eterno Padre con la oracion del padre
            nuestro, y nos aseguró en el cap. 14 vers. 14 del evangelio de S. Juan, que si le
            pidiéremos algo, no á nombre de otro sino es en el suyo, nos lo concedería. Si
            quid petieritis me in nomine meo hoc faciam. S. Pablo también nos anima y lle-
            na de confianza para que nos acerquemos á Jesucristo, pues teniendo nosotros
            un gran pontífice Jesús hijo de Dios, que penetró á lo más alto de los cielos,
            permanezcamos firmes en la fe; pues no tenemos un pontífice que no sepa
            compadecerse de nuestras debilidades, porque él ha experimentado como
            nosotros todas suertes de tentaciones, excepto el pecado. Vamos pues á pre-
            sentarnos con confianza ante el trono de su gracia para recibir misericordia,
            y hallar el socorro de su gracia en nuestras necesidades. Ciertamente ¿quién
            ama mas á su pueblo, la Virgen, los santos, ó Jesucristo? Nadie puede dudarlo
            sin impiedad. Jesucristo murió por nuestro amor, y ha quedado entre nosotros
            de un modo admirable para alimentarnos con su preciosísimo cuerpo y san-
            gre: desea hacernos bien y ser requerido á ello por nosotros. Despues de esto
            ¿puede quedar lugar en nosotros para la menor desconfianza y temor? Acor-
            démonos de que estamos obligados á ocurrir á Dios por nosotros mismos, en
            virtud de los méritos de nuestro gran pontífice Jesucristo, por lo mismo que
            la invocación de los santos no es mandada ni necesaria, sino solo útil. Esta es
            una doctrina que deben inculcar incesantemente los pastores y demas predi-
            cadores. Un varón docto y virtuoso, y que en su vida hizo mucho bien á esta
            ciudad, predicó en años pasados en la iglesia de santa Teresa, y arrebatado de
            su amor á la Virgen dixo: que sin devocion á ella nadie podia salvarse, y que es
            señal de ser precito el que no era su devoto. ¿Qué mas dirían los demanderos
            de los pueblos incultos, las pobres mugeres, hombres rústicos de las aldeas?



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