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Nueva Colección Documental de la Independencia del Perú
             La rebelión de Túpac Amaru II
            cosas me acuerdo bien, me dijo: «Usted no conoce a Arriaga, Arriaga es un
            pícaro, lo he de traer a mis pies»; y luego que le ahorcaron corrió, como cosa
            cierta, que lo supo el Señor Obispo antes que el público; que se había hecho
            todo de orden suya, y que Túpac Amaru no daba paso hasta recibir las cartas
            del Cuzco, que decían iban y venían incesantemente. Estas ideas y conversa-
            ciones eran comunísimas; y aunque para mí indubitables, sostuve, sostengo y
            sostendré siempre contra ellas el decoro de su dignidad, porque non tibe sed
            Petro.
                    Luego que sucedió la derrota de Sangarara, nos vimos aqui amenaza-
            dos de una próxima irrupción del Rebelde con todas sus fuerzas. Consternada
            la Ciudad, juntó el Señor Obispo a mi Cabildo, y a los Prelados de las Religio-
            nes para deliberar sobre el modo de defensa, y otros arbitrios de este asunto;
            empeñó fuertísimamente su proyecto de capitulación con Túpac Amaro, resis-
            tíle con igual vigor por la mañana y por la tarde, en que entrando de comisio-
            nados de la Junta de Guerra Don Pedro Vélez, residente en Lima, y Don José
            Andía, que puede estar también en dicha capital, o en Arequipa. Tocóles Su
            Ilustrísima la disputa que traíamos entre los dos, prosiguiéndola conmigo, en
            presencia de ellos, me dijo entre otras cosas, que irían dos de nuestra parte a
            hablar con el Rebelde; repúsele yo, con prontitud indeliberada que, ¿quiénes
            eran esos dos de quienes nos pudiésemos fiar? y no solamente me respondió
            a ellos, sino es que, me acuerdo muy bien, que la mudanza y destreza con que
            eludió mi pregunta, fué muy reparable y sospechosa a los dos dichos comisio-
            nados; que hablaron conmigo después muchas veces en este sentido, especial-
            mente el Andía.
                    Por último, si hubiese yo de apuntar aquí todas las producciones de
            unos y de otros, y los fundamentos y observaciones mías que prueban, a mi
            parecer, la desdichada complicidad del Señor Moscoso, hiciera un dilatadísi-
            mo papel; que en sustancia no querría decir más que lo que dejo significado, y
            que juro in verbo sacerdotis, a Dios y a esta Santa Cruz ±. Estas son las razones
            que me asisten para creer firmísimamente, hasta la muerte, que el Señor Obis-
            po ha delinquido gravísimamente contra el Rey, contra el Estado, y contra
            sí mismo; porque si bastó a Salomón la mera repugnancia de una mujer a la
            división del infante, para pronunciar una sentencia pública a su favor; siendo
            cierto que la repulsa pudo ser artificiosa, pudo ser hija de la natural ternura
            del otro sexo, pudo producirla el odio ardiente de una mujer a su competidora
            que la admitía; y pudo, en fin, nacer de otros principios de aquel corazón que



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