Page 58 - Padres de la Patria
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naturaleza ¿Qué seríamos? ¿Qué tendríamos? ¿Cómo hablaríamos a la
presencia de un monarca? Yo lo diré: seríamos excelentes vasallos, y nunca
ciudadanos; tendríamos aspiraciones serviles, y nuestro placer consistiría en que
S. M. extendiese su real mano, para que le besásemos; solicitaríamos con ansia
verle comer; y nuestro lenguaje explicaría con propiedad nuestra obediencia.
¿No es amo el monarca en boca de las clases más distinguidas? No nos
deslumbremos, por el sacro amor que nos merece la patria, con instituciones
pomposas. Restablezcamos en todo su esplendor la dignidad de hombres
propiamente tales; que tiempo hay, para que la virtud, el talento, la sabiduría y
las hazañas formen distinciones. No olvidemos, de que la mano regia es
demasiado poderosa, y que quien llega a sentirla en toda extensión, no tiene
persona, no conoce propiedad, no siente en sí el mágico impulso de la libertad.
Estas prerrogativas sólo se conservan por los que están habituados a
defenderlas, y de hecho las defienden perennemente con la eficacia de su
carácter, librado en las instituciones populares. Si el hombre en sociedad ha
asegurado sus preeminencias naturales no por eso ha perdido su tendencia a
usurpar las de sus socios. Toda la dificultad está en el buen éxito; y seguro de
este, nada teme. Así que, la oportunidad de oprimir sólo depende de la ineptitud
de resistir; y a la manera que en el estado natural, ella consiste en la debilidad
física, en el social nace de la flaqueza civil. ¿Cómo nos defenderíamos de la real
opresión, si poco diestros en el ejercicio de nuestros derechos, no hemos sabido
más que obedecer ciegamente? Un trono en el Perú sería acaso más despótico
que en Asia, y asentada la paz, se disputarían los mandatarios la palma de la
tiranía.
No tiene duda. El orden moral sigue la misma economía, que el físico; y al modo
que en un cuerpo elástico, largo tiempo comprimido, llega a entorpecerse su
fuerza expansiva, tanto que necesita nuevo y vigoroso estímulo, para restituirse
con su energía primitiva, si se le vuelve a oponer obstáculo; así la libertad, o sea
el conato a ella, sofocado por centenares de años exige un agente poderoso que
la excite vivamente y tal como debe quedar para mantener la actividad de su
resorte. Conviene pues, que por repetidos ejemplos nos convenzamos de que
somos realmente libres; que sacudamos las afecciones serviles; que nos
desperecemos del profundo sueño que ha grabado nuestros miembros; que nos
saturemos en fin de libertad. Y por cierto que una testa coronada no llenará
perfectamente estos empeños; cuando por una fatal experiencia sabemos, que
ser rey, e imaginarse dueño de vidas y haciendas, todo es uno; que los pueblos
son considerados como vasallos de estas divinidades, y que su industria y su
trabajo deben convertirse en su grandeza. Pero, lo que es más doloroso, los
mismos vasallos llegan a persuadirse de esto, por la práctica de hincar la rodilla,
por la expectación continua del soberano tren, y por los funestos halagos de una
corte imponente, y corrompida. Pues aún hay más; los súbditos llegan a
convertirse en propio derecho al vasallaje, alarmándose contra sus hermanos,
que, por una particular fortuna se atreven a reclamar sus fuerzas en medio de la
esclavitud. No nos elevemos sobre la historia de nuestros días. Los españoles
despiertan de su letargo; creen afirmadas sus libertades con su carta
constitucional; la sombra de Padilla vaga por todas partes; y la memoria de
Ronquillo es detestada. Sin embargo, viene Fernando al trono, sabe que su
nación se lo ha conservado; y tanta lealtad, y sacrificios tantos, se remuneran
con el venerando decreto de 4 de Mayo, con la espantable persecución de los
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