Page 708 - La Revelión de Tupac Amaru II - Vol. III
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Volumen 3
Inicio de la rebelión
muchas botijas de aguardiente con el objeto de que vengan al asalto con el
furor que quiere su maligno jefe; con esta noticia y al tiempo que• disponía el
Plan de defensa, me pidió el Teniente Coronel Don Manuel de Villalta que le
confiase el puesto de la montaña, en lo que convine gustoso, reforzando con
una compañía de Abancay, otra de Pardos del Cuzco y los indios de Anta.
Mandé después batir tiendas, dejando debajo de ellas nuestros pequeños equi-
pajes, con el designio de descubrir bien a los enemigos que viniesen por aque-
lla dirección al ataque; ejecutando todas estas maniobras al tiempo que caía
una nieve copiosísima que duró hasta las dos de la noche, quedando después
un viento tan sutil que se hacía insufrible, particularmente a los soldados, que
hacía tres días que no comían cosa caliente ni conseguido otro pan que el que
les suministré del que traía para el gasto de mi mesa de todo el viaje; porque
con la escasez de víveres habían apurado la ración de bizcocho que debían
tener para algunos días. Y yo con el Coronel Don Gabriel de Avilés y la tropa
restante me coloqué al descenso de la citada montaña, en un estrecho que su-
pera las dos cañadas por donde podían sorprenderme, poniendo en medio la
artillería y demás municiones. La noche se nos hizo la más larga que se puede
explicar, todos la pasamos en pie con la nieve hasta las pantorrillas. Deseando
con viva ansia que amaneciese; aunque tuviésemos que guerrear contra un
millón de hombres, por volver a buscar algún abrigo en nuestras tiendas: Los
soldados especialmente, que tenían sus estómagos debilísimos y que no com-
prendían bien la situación en que se hallaban, me pedían que les permitiese ir
a sus tiendas; aunque muriesen en ellas antes que pereciesen de frío. Yo les
respondía que ya veían que no podía remediarlo, y que procurasen por todas
las diligencias posibles resguardar las llaves de sus fusiles que habían de ser
nuestro único remedio. Empezó a rayar el día, como de corazón anhelabamos,
y en este instante preferí, a todos mis cuidados, el de recelar que las armas no
diesen fuego, así por la humedad de la nieve derretida como porque la pólvo-
ra estuviese inservible con el mismo motivo. Luego que aclaró, al punto que se
pudiesen distinguir los objetos, oíamos una gritería espantosa y que finaliza-
da, según opinan algunos; aunque yo no lo entendí porque hablaban en su
lengua para mi griega, dijeron: Viva el Rey Tupa Amaro; a cuyo tiempo ataca-
ron la montaña con un ímpetu furiosísimo, más climanado del ardor que les
influía el aguardiente que de su propio brío, y que pasaron por encima de una
avanzada de mulatos del Cuzco que había apostado Don Manuel de Villalta, a
un tiro de fusil de su puesto principal, matando a uno de ellos, hiriendo de
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